viernes, octubre 27, 2006

Lili se preguntó y preguntó si una de esas cartas le ayudaría a salvar la distancia que se extendía desde aquel balcón suyo; si le ayudaría a hacerse oír por encima del estruendo de las pistolas y las rosas y la balada interminable del Nintendo; si una de esas cartas le ayudaría a hacerse visible entre el humo de los primeros y furtivos cigarrillos y entre las cicatrices más y menos recientes y profundas de la peste del siglo: el acné.

Don Luis, que había dejado de ser viejo muchos minutos atrás, le aseguró con toda seriedad que una carta de amor lo puede todo, que las cartas de amor son el principio y el final de la literatura. Que una carta de amor le hace trampa a la distancia, al tiempo y hasta al olvido, que hay un vínculo tan innegable como inexplicable entre el instante en que alguien escribe una carta y aquel en el que otro alguien la lee, no importa que entre ellos medren horas, días, años o siglos. No importa si jamás se vieron, si jamás compartieron cielos o minutos. Cada vez que los ojos de alguien recorren esos renglones, la mano temblorosa de un enamorado vuelve a correr sobre el papel, apenas una palabra, una letra adelante. Que las cartas de amor son cosas de solitarios. Y que los solitarios son quienes mejor entienden de esas cosas.

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