Quien apareció era un viejito, como todos los abuelitos con rostro bondadoso que aparecen en los cuentos, pero también era como todos los que se ponen gabardina aunque no llueva y se sientan en los parques a ofrecerles dulces a los niños, según le había contado su mamá cuando tuvo edad para ir sola por el parque –no la mamá, sino Lili por supuesto– Lili pensó estas y otras cosas; como que si los viejos que les ofrecen dulces a los niños en los parques tendrían nietos y si algún abuelito de cuento le habría dado ofrecido dulces a algún niño de cuento. Lili pensó que estaba pensando el tipo de cosas cuando se está nervioso. Estaba a punto de preguntarse si habría motivo para estar nerviosa cuando el anciano le dio las buenas tardes y dijo algo de que la había estado esperando, mientras intentaba mirarla desde detrás de unos anteojos cuyos cristales no se atrevían a ser transparentes. El viejo se quitó los anteojos despacio para limpiarlos vanamente con el faldón de su camisa –y no de su gabardina, para alivio de Lili– en un acto que pareció más costumbre que otra cosa y que sirvió para que Lili pudiera mirarle los ojos por vez primera.
No hubo que decir mucho, el recorte de periódico fue su tarjeta de presentación. El viejo, que a partir de entonces dejó de serlo para ser don Luis, se presentó y la invitó a pasar con un gesto que casi acabó por desvanecer las dudas de Lili.
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