Nada era como lo había esperado. La casa no era por dentro tan vieja como por fuera, los muebles no eran nuevos, pero tampoco viejos. Lili husmeaba por todas partes, por si veía por ahí alguna gabardina o alguna cantidad de dulces que pareciera sospechosa, pero no había nada de eso, si acaso un abrigo en un gancho junto a la puerta y medio turrón en la mesa de comedor, pero Lili decidió que eso no era suficiente para seguir desconfiando. Se sentaron uno de cada lado de un escritorio muy grande, que no lo parecía tanto por la cantidad de libros y demás papeles que lo llenaban.
–¿Así que quieres escribir cartas de amor?
Lili asintió con la cabeza, pero no se atrevió a confesarle que ni siquiera estaba segura de lo que era el amor o para qué serviría. Pero sí le contó del soplo de viento que la atravesaba de pecho a espalda y de vuelta cada que un jinete de larga y ensortijada cabellera cruzaba frente a su ventana en un pegaso de aluminio y herraduras de caucho y magnesio; de las tiernas romanzas de trash metal que le llegaban desde el castillo vecino; de las sacudidas que la recorrían de pies a cabeza y de ida y vuelta cuando el caballero de negra y azul deslavada armadura le saludaba agitando su yelmo de la orden de los Bulls desde su balcón colgado allá, detrás del foso en cuyo asfalto turbulento nadaban reptiles de dos, cuatro y hasta cinco puertas.
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