viernes, octubre 27, 2006
Que los otros siempre están demasiado ocupados para escribir nada de lo que después hayan de arrepentirse. Que evitan dejar huellas. Que se avergüenzan de los amores idos. Que no les basta que ningún amor les sea fiel si no les es también eterno. Que no logran nunca encontrar el hilo que enhebra los sueños, los grandes y los chicos, los largos y los breves. Que dejan sus palabras a merced del teléfono. Que no atesoran rostros ni besos ni poemas. Que su memoria lo borra todo, hasta lo que nunca fueron. Que sólo los solitarios son inmortales. Que sólo ellos pueden renacer de las astillas de cada sueño roto. Que van dibujando su rastro de rosas secas entre las páginas de los libros, de versos en servilletas de papel, de nombres tatuados en la piel de los árboles. Que en cada carta de amor se reescribe uno mismo, para confirmar su sentencia de vida y renovar su contrato de vulnerabilidad ante las cosas intangibles y siempre algo incomprensibles e inevitables. Que las promesas más honestas, las lágrimas más tibias, los te quiero más sentidos y hasta las cenizas se las lleva el viento. Que solo las cartas de amor conservan lo que fuimos, lo que vimos, lo que amamos, lo que dijimos y en lo que creímos. Que una carta de amor es la más grande e irrefutable prueba de los milagrosos hallazgos de agujas en los pajares de la vida y de los tiempos.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario